Elsa Sichrovsky
Siempre que evoco mi inolvidable primer semestre en la universidad se me dibuja la imagen de un muchacho desgarbado de un metro noventa con cabello negro largo. Steve era un estudiante de último año de mi facultad, y nos conocimos en un curso de educación general. Se ganó mi admiración al sentarse a mi lado en primera fila, lugar que la mayoría evita. Aunque apenas lo reconocí —solamente lo había visto algunas veces en la oficina de la facultad—, me saludó con un ademán.
Antes de la siguiente clase tenía dos horas libres, así que me fui a la sala de lectura a prepararme para la lección sobre la Odisea. Descubrí sorprendida que Steve ya estaba allí sentado, sorbiendo un café e inmerso en El mercader de Venecia. Al parecer, también él debía esperar un par de horas para su siguiente clase. Me senté frente a él y saqué mi libro de texto. Mi excesiva timidez me impedía pronunciar palabra. Además, ya había aprendido que era mejor no cruzar la línea divisoria entre los nuevos y los que estaban a punto de graduarse. Daba la impresión de que Steve quería decir algo, pero no se animó; de ahí que las dos horas siguientes reinara un silencio algo incómodo, aunque casi cordial.
Durante varias semanas, todos los martes los dos nos sentábamos frente a frente a estudiar en silencio. Su amigable presencia aliviaba la soledad de aquellas horas interminables de memorización y análisis a las que se ve sometido todo estudiante universitario. Su constancia, concentración y aplicación fueron un excelente ejemplo para mí, que a veces me dejaba llevar por las distracciones y emociones del complejo mundo universitario. Reza el proverbio: «Como el hierro se afila con hierro, así un amigo se afila con su amigo»1.
Por fin, un día de mucho calor le dio por encender el ventilador de la sala de lectura. Caballero como era, me pidió permiso. En la conversación que entablamos descubrimos que a ambos nos encantaba Shakespeare, la lingüística y la Sra. Lee, la profesora más querida de nuestra facultad. Me pasó complacido información de mucho valor sobre las materias de primer año que yo cursaba y me recomendó otras que consideraba interesantes.
Durante el resto del semestre nuestros ratos de estudio de los martes se vieron salpicados por conversaciones triviales y hasta chistes. Nos saludábamos al cruzarnos en los pasillos, y en el semestre siguiente tomamos una asignatura electiva juntos. Steve no tenía mucho que ganar conversando conmigo. Sin embargo, me di cuenta de que, ademas de entender que ambos teníamos la misma pasión por aprender, él también se compadecía de mí, una novata desorientada —como lo había sido él en su momento—, y no dejó que los convencionalismos sociales le impidieran relacionarse conmigo.
Cuando pasé a segundo año, él se graduó y perdimos la comunicación. No obstante, siempre le estaré agradecida por lo que me enseñó con su ejemplo: cuando las normas sociales chocan con la amabilidad, esta debe tener la última palabra. Una norma social que fomente la exclusión —como esa división entre los alumnos de primer año y los de último año que había en mi facultad— debe descartarse con el fin de cumplir nuestro deber de amar a las personas con las que entramos en contacto. Es más, aquellos tranquilos martes demuestran que una buena amistad no necesariamente se construye sobre la base de actividades gregarias o el encanto superficial. Solo hace falta respeto mutuo combinado con intereses en común, más lo que recomendó uno de los apóstoles: «Sobre todo, vístanse de amor, lo cual nos une a todos en perfecta armonía»2.
1 Proverbios 27:17 (NTV)
2 Colosenses 3:14 (NTV)
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