Elsa Sichrovsky
—Por muy preparada que estés de antemano —me advirtió mi amiga—, el primer día en la universidad será una experiencia abrumadora.
No entendía muy bien por qué pensaba ella que algo tan inocuo como la universidad pudiera ser abrumador. En todo caso le dije que, como me había ido estupendamente en la secundaria, estaba segura de que me las arreglaría bien en la universidad.
Salí de la estación de metro con el mapa del campus en la mano y emprendí camino decididamente hacia mi primera clase, confiada en que iba en la dirección correcta. Nunca he aprendido bien a interpretar un mapa ni suelo prestar atención a las señales viales. Terminé deambulando inútilmente durante dos horas por toda la universidad, que tiene nada menos que once facultades. Por fin llegué a mi clase quince minutos antes que terminara. Cuando me senté exhausta en mi asiento, recordé las palabras de mi amiga.
Después de pedir indicaciones a algunos de mis compañeros, logré ubicar con éxito el aula de mi siguiente clase, un curso de introducción a la lingüística. Fuera había una mujer sentada en un banco. Vestía una camiseta de deporte y unos jeans muy holgados. Supuse que se trataba de la empleada de limpieza y entré al aula, donde una señora que lucía una blusa, una falda negra y tacones altos escribía algo en la pizarra. «Será la profesora», pensé. Seguidamente ella nos hizo una breve prueba oral y una encuesta. Entonces la mujer de los pantalones anchos abrió repentinamente la puerta, se anunció como la profesora —y eminente lingüista— Lee y procedió a presentar a su asistente, la señora de la falda.
El curso siguiente —de introducción a la literatura occidental— continuó deparándome sorpresas. Presté atención a las fechas, datos y cifras, apuntándolos meticulosamente; pero resultó que nada de eso me iba a servir. Al cabo de la primera hora me pusieron en un grupo de diez personas, a las que no conocía de nada, con la tarea de producir toda una obra de teatro, con música, vestuario, escenografía, etc., y presentarla en apenas dos semanas.
Huelga decir que para el final del primer semestre ya sabía dónde quedaban los rincones más propicios para estudiar en la facultad. La obra salió muy bien, y aprendí que los profesores se visten como les da la gana. Recordando mis tropiezos, me doy cuenta de que en la vida voy a tener muchas más experiencias como principiante.
Esas situaciones, aunque resulten incómodas, me impulsan a ser más osada y a manejarme sin mis habituales apoyos y redes de seguridad. Lo mejor de todo es que la madurez que adquiero con ellas es mucho más duradera que el desconcierto que me causan mis novatadas.
Gentileza de la revista Conéctate. Imagen creado por Freepik.